Capítulo 2: El infierno espera

Abrí los ojos. Todo era oscuro. Ni el más mínimo rayo de luz. Aquello se zarandeaba violentamente. Intenté moverme. Era imposible. Algo a los lados me impedía mover los brazos y mis piernas estaban encogidas sin poder estirarlas. Escuché unas voces. No pude entender lo que decían. A duras penas, me puse bocarriba, excepto mis piernas que, como estaban encogidas, mis rodillas chocaban con una especie de techo. Las voces seguían hablando. Pensé en lo peor. Me iban a enterrar vivo. Un fuerte nerviosismo empezó a apoderarse de mí. Notaba como la respiración se aceleraba, el sudor caía por mi frente y empapaba mis axilas. Chillé. Golpeé. Arañé el techo. Todo lo que se me ocurría. Las voces seguían hablando.
La caja se detuvo.
Mis gritos fueron más fuertes en ese momento.
Se escucharon dos golpes y la caja se sacudió. Las voces desaparecieron. Aunque, unos minutos después, escuche un ruído muy cerca de mi oreja. Como si encajaran algo. De repente, se hizo la luz. Cerré los ojos y puse las manos delante de aquella estampida de luminosidad. Con los ojos aun cerrados algo me cogió de la camiseta y me sacó de allí. Me desplomé en el suelo y, al intentar parar la caída, la arena me abrió heridas en las palmas de las manos. Unos pies calzados con unas camperas esperaban frente a mí. Con una mano tapé el sol y miré hacia arriba.
-¡Levanta, joder!
Las camperas me golpearon en el estomago. Su dueño me agarró por la camiseta y me levantó. Entonces, lo reconocí.
De detrás del coche salió otro hombre. Cargaba dos palas. Se acercó a nosotros.
-Vamos-dijo haciendo un gesto para que lo siguiéramos.
El coche estaba parado frente a una iglesia. Andábamos hacía ella. Pero no íbamos al interior de la capilla. Al llegar a las puertas, torcimos a la derecha y rodeamos el edificio. Detrás estaba desierto. De una patada, mi captor me tiro al suelo. El otro me lanzó una de las palas frente a mí.
-Ya sabes lo que tienes que hacer-dijo apuntándome con una pistola. Cogí la pala y me incorporé. Empecé a cavar muy lentamente. Me imaginaba lo que pasaría cuando mi agujero fuera lo suficiente grande y profundo.
-¡Rapidito! Que no tenemos todo el día-dijo el que me había sacado del coche. Cavé más rápido.
Cuando llevaba un rato cavando y el sol me estaba empezando a quemar los brazos y la cara, nos sobresaltamos. Un disparo resonó dentro de la iglesia. Paré en el instante. Los tres nos miramos. Ellos intercambiaron miradas. Me volvieron a apuntar. Continué mi trabajo.
-Ayúdale-escuché a mis espaldas. Oí como se arrastraba la pala por el suelo arenoso y como los pasos hacían crujir la tierra.
Un fuerte golpe me atizó la nuca.

Al despertarme, lo hice en un lugar diferente. No había iglesia. Ni arena. Ni sol. Solo un río que rodeaba unas basta extensión de hierba. Unas antorchas iluminaban el pequeño islote. Había gente andando por la orilla, cabizbajos. Corrí hacia uno de ellos. Le hablé. Fue inútil. Ni él, ni ninguno de ellos abrió la boca. Anduve por la orilla hasta que encontré un pequeño embarcadero. Miré al otro lado y vi como se acercaba una pequeña barca. Un hombre remaba con calma. Después de un par de impulsos más, se plantó frente a mí.
-¿Puedes llevarme al otro lado?
-Moneda-dijo con voz grave. Extendió la mano. Le dejé una de mis monedas y negó con la cabeza-No vale-.
Su cara era vieja y arrugada. Me sorprendió que le faltara el ojo izquierdo. Tenía un arañazo en toda la mejilla y la carne desgarrada de su cara le colgaba y se balanceaba cuando movía la cabeza.
-¿Como que no vale?
Se encogió de hombros y señaló el embarcadero de la otra orilla.
Allí había una joven. Parada. Mirándonos. Únicamente iluminada por las antorchas de su alrededor. Desde el primer momento que la vi, sabía quien era. Cherry. Aquella que un día me hizo subir al cielo para luego dejarme caer al más profundo de los infiernos.

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