Capítulo 9: Polvo en los ojos

Giré en la primera esquina y aceleré a fondo. Di la vuelta a la manzana y llegué a la casa lo más rápido que pude. Aparqué justo en frente. Más que en la propia casa, mi atención se centró en los retrovisores. Había tenido la sensación de que nos habían seguido hasta allí. Aquella maldita pick up amarilla, destartalada y sucia que cuando pasó, apenas pude leer Ford de la mierda que tenía. El imbécil también había dado la vuelta a la manzana. Ya era mío.
Me bajé del coche y anduve hasta el vado donde había parado. Golpeé la ventanilla con un dedo. No quería ensuciarme con la mierda de aquel payaso. El tío me miro. Llevaba un bigote rubio, unas gafas y una gorra de béisbol, por no hablar de aquellas pintas de camionero idiota con la camisa de cuadros abrochada hasta el cuello. Bajó la ventanilla.
-¿Algún problema?
-Estas en un vado, capullo.
-No veo que te moleste para sacar el coche. Es más, no veo tu coche.
Vaya mierda de trabajo que estás haciendo, pensé. Me acabo de bajar del coche que estas vigilando y ni siquiera me has visto.
Abrí la puerta. Lo agarré por el cuello de la camisa y lo saqué. Cayó al suelo. Le di un puñetazo en la cara, se le cayeron las gafas y la gorra. Le di otro, esta vez en la nariz. Se le empezó a manchar el bigote rubio de un bonito granate. Lo arrastré hasta el Buick.
-¡¿Lo ves, gilipollas?! ¡¿Ves el coche ahora?!-lo tiré contra él. Se golpeó la cabeza y cayó boca arriba. Lo agarré del zapato y lo arrastré hasta la puerta.
Llamé al timbre.
Abrió mi recadero, sudado, respirando fuerte, apoyándose sobre sus rodillas.
-Joder, que susto me has pegado. ¿Se ha escuchado algún grito por ahí fuera?
-Ni idea, estaba ocupado con este.
Abrió la puerta de par en par y me ayudó a entrarlo. La casa estaba hecha una mierda, un cuadro roto por un lado y figuras rotas por todo el suelo. El nuevo aún tenía que practicar un poco más. Lo llevamos hasta el salón donde la chimenea estaba a pleno fuego. Sonreí al ver a uno de mis antiguos socios en el suelo, con su mujer al lado. Sin mí nunca la hubiera tenido. Ni tampoco aquella casa. Ni tampoco tanto dinero.
-Despierta a nuestro amigo “el camionero”.
Empezó a darle unas tortas en la cara, como si estuviera intentando despertar a su hermana pequeña. Cogí un tridente que había por el suelo y lo metí en el fuego. Aquel gilipollas se iba a despertar calentito. Cuando estuvo al rojo vivo lo saqué y se lo puse en la mejilla.
Gritó muy fuerte. Demasiado. A lo mejor algún vecino lo había escuchado. Ya daba igual.
Puse mis rodillas sobre sus brazos y lo miré fijamente.
-¿Porqué nos has estado siguiendo?
-No pienso decir nada.
Le acerqué el tridente a los ojos. Aun conservaba un tono anaranjado en las puntas.
-Te dejaré ciego si no hablas.
-Vale. Vale. Os vi saliendo del lavabo con mi jefe. No trabajo para nadie, os lo juro.
-Te iba a dejar ciego igualmente.
Le clave el tridente en los ojos. El gritaba horrorizado. No podía parar. Notaba como su sangre me golpeaba la cara cada vez que lo punzaba y eso me hacía volver a bajar el tridente hacía sus cuencas ya bañadas en sangre.

Capítulo 8: Amargo

-¿Que piensas hacer con el cuerpo?-le pregunté.
-Yo me encargo, no te preocupes.
Salí del Buick y me dirigí a la puerta de la que parecía una casa de muñecas. Escuchaba los golpes del viejo dentro del maletero. Aunque era imposible, estaba muerto. Él se puso al volante del Riviera y desapareció girando en la primera esquina.
Crucé el jardín inmaculado y verde a través de un camino de piedra que al final acababa con un rosal enorme. Llamé a la puerta con los nudillos.
Ésta se abrió y una cabeza rubia apareció del interior. Se apartó el pelo de la cara y enseñó unos grandes ojos azules y una nariz perfilada y recta. Sonrió, dejándome ver los dientes blancos y perfectos.
-¿Qué desea?-dijo tímida.
-¿Esta su marido? Trabajamos juntos.
-Si. ¿Quiere pasar?-asentí. Abrió la puerta. Llevaba un vestido holgado que dejaba ver unas largas piernas-Sígame-.
Entré y cerró la puerta. Me llevó hasta el salón donde estaba la chimenea encendida. Cerró la puerta, dejándome solo mientras miraba el fuego hipnotizante. Unos minutos después, entró un hombre envuelto en un batín, en zapatillas y peinado para atrás. Se detuvo al verme.
-¿Quién es usted?
-Parece que le van bien las cosas-me acomodé en el sofá y lo acaricié-Vengo para hablar de algo que le debe a alguien-.
Sonrió. Cogió un par de vasos y una botella. Los llenó y luego me alargó uno.
-Yo no le debo nada a nadie-me dijo mientras cogía el vaso. Se sentó en un sillón frente a mí y cruzó las piernas.
-Él dice que si.
-¿Quién coño es él? Me esta empezando a tocar las narices- se bebió todo el whisky de un sorbo y me miró. Di un trago y deje el vaso sobre una mesa que tenía a los pies. Nunca me había gustado el sabor amargo del whisky.
-Disfrútelo, es el mejor que beberá en su vida.
-¿Por todo esto fue por lo que hizo el trato con él? Parecía un buen negocio. No se lo voy a negar.
-Váyase de mi casa.
Se levantó, agarró el cinturón del batín, lo ató y se fue hacia la puerta. Le tiré el vaso. Estalló contra la puerta y se giró. Me abalancé sobre él. Cayó de espaldas. Le agarré la cabeza y se la golpeé contra el suelo. Una y otra vez hasta que se manchó de sangre. De repente, se abrió la puerta y aparecieron unas piernas largas y brillantes.
Ella gritó.
Le golpeé la cabeza una vez más y empecé a seguirla por la casa. Le tiraba todo lo que encontraba, figuras de porcelana, antigüedades, hasta que paró en un rincón. Agarró un cuadro mientras me acercaba. Lo rompió en mi brazo. La abofeteé y luego la agarré por el pelo. La arrastré hasta el salón. Allí, su marido aún estaba inconsciente.
Cerré la puerta con el pie y la tiré en el sofá. Justo al lado había un pequeño tridente para remover la leña de la chimenea, cuando lo agarré, ella volvió a chillar. Un grito que se apagó cuando le di en la cara con él, haciéndole tres cortes en la mejilla. Cayó de bruces.
Entonces, sonó el timbre.

Capítulo 7: 2

Las cuerdas apretaron fuerte al dependiente contra la silla. Con los extremos agarrados, hice un nudo que no se desharía con facilidad. Tenía las manos a la espalda y los pies atados a las patas de la silla. Me senté frente a él. Nos miramos el uno al otro. Agachó la cabeza y las lágrimas le cayeron sobre los muslos. Aquella imagen me estaba rompiendo el alma en trocitos muy pequeños y me obligué a mirar a otro lado.
El interior del almacén estaba sucio, desordenado y olía a humedad. La escasa luz que entraba alumbraba a nuestra posición. Había arrastrado el cuerpo inconsciente del hombre hasta el fondo y se despertó con las manos y los pies ya atados. Se movía. Suplicaba. Lloraba. Nada de eso lo salvaría. Cogí un trapo sucio y se lo puse en la boca para no escucharlo más. Le esperaría a él y entonces empezaríamos.
Volví a mirarlo.
Sus ojos pedían una clemencia que yo no podía darle. Me levanté de nuevo y me aseguré de que los nudos estaban bien hechos. Sabía que si se escapaba, él descargaría toda su ira contra mí, empezaría a gritarme, me obligaría a seguirlo y me transformaría en un monstruo hasta volver a cazarlo. Los mismos sentimientos que me provocó en el lavabo, con aquel grito a través del espejo, todos los chillidos después de darle la paliza. Aquellos “mátalo” se repetían una y otra vez en mis sueños de por las noches y, al despertarme, no podía conciliar el sueño. Mátalo, volvía a repetir mi cabeza.
El dependiente intentó hablar. Me hizo unos gestos con la cabeza y me giré.
A la entrada había una vieja. Con el pelo de un color rubio platino. Unas arrugas producidas por una enorme caída de sus mofletes. Sus labios estaban mal pintados de rojo carmín. Llevaba un vestido negro que le estaba grande. Ella era exageradamente delgada. Me sorprendió no haberla escuchado entrar.
-¡Quítale el trapo de la boca!-me ordenó. No la tomé muy enserio y no me moví. Arrastró sus pies fuera del almacén. Escuché un ruido y luego otro metálico. Entró lentamente y me apuntó con una escopeta. Inmediatamente, le quité el trapo de la boca.
-¿Belinda?-dijo el dependiente con un hilo de voz. Sus ojos volvían a humedecerse.
-Belinda hace tiempo que se fue. Te envía saludos-le contestó la vieja. Me miró y me alargó la escopeta. La cogí por los cañones y, después de acomodármela, le apunté.
-¿Chico, que vas ha hacer?
Mientras miraba por la mirilla de la escopeta notaba como el pulso me temblaba de una manera alarmante.
-¿Que no se nota?-grité.
-Tranquilo,-dijo la vieja-Aún no le dispares-.
-¿Porqué no? Acabemos de una vez...
-¡No! Todavía no. Falta algo por hacer-dijo enfadado. Miró a los lados. Buscó entre las cajas. Estuvo andando por el almacén un rato hasta que, por fin, encontró lo que buscaba. Se agachó y cogió un destornillador. El viejo gimió al ver como se acercaba. Intentó desprenderse de las cuerdas. Suplicó. Gritó. Lloró, otra vez. Pero ya era demasiado tarde. El destornillador le desgarraba la piel y la sangre fluía por su pecho. Después de terminar aquel símbolo que también le había hecho al hombre del lavabo, le clavó el destornillador en el hombro.
-Mátalo-se separó del cuerpo y yo le apunté a la cabeza. Mi dedo se posó sobre el gatillo.
-Lo siento, debería haberte escuchado...-le dijo el viejo a él. Me miró-Dadme otra oportunidad...-.
-¡Vamos! ¿A qué esperas? ¡Dispara!
Apreté el gatillo con los ojos cerrados. Noté como la sangre caliente se posaba en mi cara. Abrí los ojos y vi el cuerpo sin vida del dependiente, con la cara desfigurada por los perdigones de la escopeta y bañada en sangre. Entonces, el me arrancó la escopeta de las manos y disparó a la única ventana del almacén. Nos miramos.
-Alguien nos ha visto.