Capítulo 7: 2

Las cuerdas apretaron fuerte al dependiente contra la silla. Con los extremos agarrados, hice un nudo que no se desharía con facilidad. Tenía las manos a la espalda y los pies atados a las patas de la silla. Me senté frente a él. Nos miramos el uno al otro. Agachó la cabeza y las lágrimas le cayeron sobre los muslos. Aquella imagen me estaba rompiendo el alma en trocitos muy pequeños y me obligué a mirar a otro lado.
El interior del almacén estaba sucio, desordenado y olía a humedad. La escasa luz que entraba alumbraba a nuestra posición. Había arrastrado el cuerpo inconsciente del hombre hasta el fondo y se despertó con las manos y los pies ya atados. Se movía. Suplicaba. Lloraba. Nada de eso lo salvaría. Cogí un trapo sucio y se lo puse en la boca para no escucharlo más. Le esperaría a él y entonces empezaríamos.
Volví a mirarlo.
Sus ojos pedían una clemencia que yo no podía darle. Me levanté de nuevo y me aseguré de que los nudos estaban bien hechos. Sabía que si se escapaba, él descargaría toda su ira contra mí, empezaría a gritarme, me obligaría a seguirlo y me transformaría en un monstruo hasta volver a cazarlo. Los mismos sentimientos que me provocó en el lavabo, con aquel grito a través del espejo, todos los chillidos después de darle la paliza. Aquellos “mátalo” se repetían una y otra vez en mis sueños de por las noches y, al despertarme, no podía conciliar el sueño. Mátalo, volvía a repetir mi cabeza.
El dependiente intentó hablar. Me hizo unos gestos con la cabeza y me giré.
A la entrada había una vieja. Con el pelo de un color rubio platino. Unas arrugas producidas por una enorme caída de sus mofletes. Sus labios estaban mal pintados de rojo carmín. Llevaba un vestido negro que le estaba grande. Ella era exageradamente delgada. Me sorprendió no haberla escuchado entrar.
-¡Quítale el trapo de la boca!-me ordenó. No la tomé muy enserio y no me moví. Arrastró sus pies fuera del almacén. Escuché un ruido y luego otro metálico. Entró lentamente y me apuntó con una escopeta. Inmediatamente, le quité el trapo de la boca.
-¿Belinda?-dijo el dependiente con un hilo de voz. Sus ojos volvían a humedecerse.
-Belinda hace tiempo que se fue. Te envía saludos-le contestó la vieja. Me miró y me alargó la escopeta. La cogí por los cañones y, después de acomodármela, le apunté.
-¿Chico, que vas ha hacer?
Mientras miraba por la mirilla de la escopeta notaba como el pulso me temblaba de una manera alarmante.
-¿Que no se nota?-grité.
-Tranquilo,-dijo la vieja-Aún no le dispares-.
-¿Porqué no? Acabemos de una vez...
-¡No! Todavía no. Falta algo por hacer-dijo enfadado. Miró a los lados. Buscó entre las cajas. Estuvo andando por el almacén un rato hasta que, por fin, encontró lo que buscaba. Se agachó y cogió un destornillador. El viejo gimió al ver como se acercaba. Intentó desprenderse de las cuerdas. Suplicó. Gritó. Lloró, otra vez. Pero ya era demasiado tarde. El destornillador le desgarraba la piel y la sangre fluía por su pecho. Después de terminar aquel símbolo que también le había hecho al hombre del lavabo, le clavó el destornillador en el hombro.
-Mátalo-se separó del cuerpo y yo le apunté a la cabeza. Mi dedo se posó sobre el gatillo.
-Lo siento, debería haberte escuchado...-le dijo el viejo a él. Me miró-Dadme otra oportunidad...-.
-¡Vamos! ¿A qué esperas? ¡Dispara!
Apreté el gatillo con los ojos cerrados. Noté como la sangre caliente se posaba en mi cara. Abrí los ojos y vi el cuerpo sin vida del dependiente, con la cara desfigurada por los perdigones de la escopeta y bañada en sangre. Entonces, el me arrancó la escopeta de las manos y disparó a la única ventana del almacén. Nos miramos.
-Alguien nos ha visto.


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